El sábado pasado, al despertar, no sabía que me pasaba. Amanecí con un fuerte dolor de cabeza, visión borrosa y un molesto escozor en los ojos. Al principio lo achaqué a los efectos de la noche anterior, en la que Canon y yo habíamos bebido hasta altas horas y, como siempre nos pasa en estos casos, mantuvimos un apasionada discusión por discrepancias en nuestro modo de entender la fotografía.
En términos fotográficos él es lo que yo denomino un gandul fotográfico. Para excusar su actitud (más bien ineptitud) lo revierte todo de frases rimbombantes y muy cool; justificaciones del estilo: “Yo abogo por una economía de fotos”, “¡Sobran, sobran imágenes!”, “esa foto ya la hizo fulano”, “la fotografía ha muerto, viva la posfotografía” y demás palabrerío. Encima me habla de artistas que ya han trabajado estos conceptos pero que a mí me suenan a chino, como Erik Kessels.
A mi, en cambio, me gustaría estar todo el día disparando sin cesar porque creo que un fotógrafo lo es las 24 horas del día y, por ello, debe llevar la cámara encima vaya donde vaya. Así que para refutarle sus sesudos argumentos contemporáneos le arguyo que hoy también hay una tendencia a documentarlo todo, como hace Antonio Martínez X. con su Pequeño Universo o Xavier Ribas con sus fotos de pedruscos y plantas. Pero la verdad es que con el trabajo de autores como éstos nunca termino de enterarme si hay un objetivo distanciamiento de lo fotografiado o una toma de partido ante la toma; en cualquier caso, sí que hay calentamiento de mollera e intención de fotografiarlo casi todo.
“¿En qué quedamos? ¿Muchas o pocas fotos”, pensaba luego ya solo en mi casa, antes de acostarme. Yo, por supuesto, opto por darle al obturador sin miedo porque allá donde miro, veo la foto. Es como si tuviera una cámara en la mirada. Antes de dormirme, ya en la cama, soñaba despierto con fotografiar todo lo que se me ponía por delante, con ser como mis ídolos (Mark Cohen y Bruce Gilden), mientras en mi cabeza sonaban los sones de “I am a camera” de The Buggles.
Pero volvamos al sábado que nos ocupaba. Lo que parecía una simple resaca resultó ser una terrible realidad. Para disipar las molestias oculares me froté los ojos y parpadeé varias veces. Entonces un sonido zumbó en el interior de mi cabeza. Volví a parpadear tres veces seguidas y de nuevo escuché el dichoso ruido otras tantas.
El picor de ojos tendría algo que ver con que veía menos que Pepe Leches. Intenté respirar lentamente para no entrar en pánico. Así, algo más tranquilo, pude notar que la visión borrosa desaparecía manteniendo la mirada fija sobre el punto que me interesaba. De esta manera lograba tener una mirada limpia y enfocada sobre lo que quisiera. Asimismo, abriendo más los ojos o guiñándolos levemente, vi que podía controlar la profundidad de campo visual. Empezaron a pasar por mi cabeza raras conclusiones y salí corriendo hacia el cuarto de baño. Imaginad la escena: dando trompicones por el pasillo mientras que en mi vista se iban alternando imágenes, borrosas y nítidas, movidas y estabilizadas, parpadeando fuerte y repetidamente con los dichosos clicks infernales en mi cabeza.
Cuando logré llegar cerca del espejo y me miré de cerca, descubrí la fatal mutación: mis pupilas habían sido sustituidos por una especie de diafragma digital. Grité, lloré y hasta golpeé un cristal con el puño. Desesperado, corrí a la azotea con la intención de acabar con todo de golpe. Pero afortunadamente no me atreví y, recapacitando, volví al hogar.
Pensé buscar algo de información en internet. Soy un hipocondríaco compulsivo y tengo marcadas en mi navegador varias páginas médicas que consulto con frecuencia. Rápidamente abrí el portátil, esperanzado con hallar algo relacionado con mi extraña enfermedad. En la pantalla había quedado abierta mi página de Facebook y nueva sorpresa: descubrí que en mi biografía se había creado una carpeta con todas y cada una de las escenas en las que mis ojos habían hecho click al parpadear. Y he de confesar que me sorprendió agradablemente la cantidad de “me gustas” y comentarios que había recibido por parte de miembros de todos los sectores del mundillo, tanto del lado pirotécnico como del trascendental.
Ahora que han pasado unos días desde las primeras mutaciones os quiero tranquilizar a todos porque ya han desaparecido todos mis miedos. Es más: le estoy cogiendo el gusto a esto. Ese ansía mía por registrarlo todo sin razonamientos inútiles por fin encuentra su salida. Además tengo la ventaja de que todas las fotos quedan almacenadas. Como en los tiempos que corren una vivencia no lo es si no queda registrada, es una ventaja que te cagas lo de que mi cámara interna sea inalámbrica y esté conectada con las nubes sociales.
Ya controlo el enfoque como quiero, sé disparar a tres fotogramas por segundo (iré subiendo día a día la cifra) y, poco a poco, voy descubriendo nuevas opciones de mi cámara interior que están relacionadas con mi estado de ánimo. Por ejemplo, cuando estoy que me salgo, el modo HDR con toda su apabullante gama tonal suele ser el predominante; cuando estoy depre, suele aparecer el blanco y negro subexpuesto y he aprendido a usar las lágrimas para simular un romántico filtro soft estilo Sara Montiel. Las piernas cada vez las tengo más fuertes, duras y largas, para usarlas como si fueran un trípode.
¡Esto es flipante, soy parte del futuro! La cámara que llevo dentro, como prótesis fotográfica, se irá poco a poco haciendo con el control, se irá convirtiendo en la sustituta de mi pensamiento. Así que voy a vender todas todas mis cámaras porque ya no me hacen falta y creo que ya va siendo hora de dejar de escribir también en el blog… Porque ya he logrado metamorfosearme en el medio en sí mismo y “el medio es el mensaje”, que decía McLuhan. Porque, a fin de cuentas, me he convertido en lo que quería ser: en el hombre-cámara.
¡Click, click!
